A lo largo de los siglos, las mujeres hemos sido relegadas de las páginas de los libros de historia. Solo unas pocas biografías han sobrevivido: las de nobles, princesas y reinas en la mayoría de las ocasiones, a las que o se les adjudicaba un papel pasivo o se las cubría de connotaciones peyorativas, en el caso de que hubieran ocupado cargos de poder. Sin embargo, examinando la documentación de la Edad Moderna, aparecen entre líneas infinidad de mujeres que fueron importantes empresarias o que consiguieron hacerse un hueco en la sociedad de su época. Y, por supuesto, muchas más fueron las que tomaron parte en todo tipo de actividades económicas, culturales o bélicas, a pesar de que la historia se haya empeñado en decirnos lo contrario.
Las mujeres del s. XVII no podían acceder al ejército, a no ser que lo hicieran pasándose por hombres, como fue el caso de Catalina de Erauso. Pero luchaban como los más valerosos varones en caso de necesidad. El sitio de Hondarribia de 1638 es buena muestra de ello.
En la crónica titulada “Relación diaria de la memorable y feliz victoria, de la muy noble y muy leal Ciudad de Fuenterrabía”, los testimonios son clarividentes. Comparan a las mujeres de Hondarribia con las Amazonas, aquella tribu legendaria que, según la mitología griega, estaba compuesta exclusivamente por mujeres guerreras, famosas por su valentía en combate. Según el autor, de nombre desconocido, los soldados de las distintas nacionalidades quedaron admirados de la entrega con la que las mujeres trabajaban en la brecha, ya fuera con balas, pólvora o con picas. No se retiraban ni ante la petición del gobernador, argumentando que, si habían sido compañeras de los hombres en acciones pasadas, también lo serían durante el sitio, incluso aunque con ello encontraran la muerte. También se encargaban de retirar a los muertos para enterrarlos y a los heridos para curarlos, dejando atónitos por su valor a aquellos que no las conocían.
En un texto escrito poco tiempo después del sitio y considerado uno de los documentos de referencia, José Moret recordaba “con qué coraje tan poca porción de gente emprendió con desprecio de la muerte contra numerosas tropas de enemigos el empeño de tolerar un sitio tan lleno de peligros, esforzándole aún las mujeres, y los muchachos”. Hay más testimonios: “Aunque su asedio duró sesenta y nueve días, se defendió con el tesón y entereza que es notorio al mundo, pues con tres brechas habiertas, y solos quinientos hombres, vecinos, y soldados, sanos y heridos, resistió tres asaltos en un día, obrando las Mugeres (por el corto número de varones) más que las antiguas Amazonas”.
Así hablan las fuentes documentales. Pero, más allá de lo que los textos narran, poco importa que las mujeres combatieran o no. Nuestro papel en la historia no puede ser negado por nadie, ni en el pasado ni en la actualidad.
A lo largo de los siglos, las mujeres hemos sido relegadas de las páginas de los libros de historia. Solo unas pocas biografías han sobrevivido: las de nobles, princesas y reinas en la mayoría de las ocasiones, a las que o se les adjudicaba un papel pasivo o se las cubría de connotaciones peyorativas, en el caso de que hubieran ocupado cargos de poder. Sin embargo, examinando la documentación de la Edad Moderna, aparecen entre líneas infinidad de mujeres que fueron importantes empresarias o que consiguieron hacerse un hueco en la sociedad de su época. Y, por supuesto, muchas más fueron las que tomaron parte en todo tipo de actividades económicas, culturales o bélicas, a pesar de que la historia se haya empeñado en decirnos lo contrario.
Las mujeres del s. XVII no podían acceder al ejército, a no ser que lo hicieran pasándose por hombres, como fue el caso de Catalina de Erauso. Pero luchaban como los más valerosos varones en caso de necesidad. El sitio de Hondarribia de 1638 es buena muestra de ello.
En la crónica titulada “Relación diaria de la memorable y feliz victoria, de la muy noble y muy leal Ciudad de Fuenterrabía”, los testimonios son clarividentes. Comparan a las mujeres de Hondarribia con las Amazonas, aquella tribu legendaria que, según la mitología griega, estaba compuesta exclusivamente por mujeres guerreras, famosas por su valentía en combate. Según el autor, de nombre desconocido, los soldados de las distintas nacionalidades quedaron admirados de la entrega con la que las mujeres trabajaban en la brecha, ya fuera con balas, pólvora o con picas. No se retiraban ni ante la petición del gobernador, argumentando que, si habían sido compañeras de los hombres en acciones pasadas, también lo serían durante el sitio, incluso aunque con ello encontraran la muerte. También se encargaban de retirar a los muertos para enterrarlos y a los heridos para curarlos, dejando atónitos por su valor a aquellos que no las conocían.
En un texto escrito poco tiempo después del sitio y considerado uno de los documentos de referencia, José Moret recordaba “con qué coraje tan poca porción de gente emprendió con desprecio de la muerte contra numerosas tropas de enemigos el empeño de tolerar un sitio tan lleno de peligros, esforzándole aún las mujeres, y los muchachos”. Hay más testimonios: “Aunque su asedio duró sesenta y nueve días, se defendió con el tesón y entereza que es notorio al mundo, pues con tres brechas habiertas, y solos quinientos hombres, vecinos, y soldados, sanos y heridos, resistió tres asaltos en un día, obrando las Mugeres (por el corto número de varones) más que las antiguas Amazonas”.
Así hablan las fuentes documentales. Pero, más allá de lo que los textos narran, poco importa que las mujeres combatieran o no. Nuestro papel en la historia no puede ser negado por nadie, ni en el pasado ni en la actualidad.